El naufragio del Barco Blanco

Estoy en el puerto de Barfleur, y ante mí, se encuentra el robusto dragón tallado en la proa del Snecca, el barco normando real al que voy a embarcar. Viajaré en él infiltrado como parte del séquito del rey Enrique I de Inglaterra, en un corto viaje desde estas costas de Normandía hasta la cercana Inglaterra, a poco más de treinta kilómetros. Escojo este barco y no otro, pues hoy es 25 de noviembre del año 1120, y no todas las naves llegarán a su destino. Esta noche una de ellas se hundirá en las heladas aguas del Canal de la Mancha.

Enrique I de Inglaterra

El sol de la tarde apenas calienta ya en estas fechas, y muchos se arropan en buenas prendas de abrigo mientras cruzamos la pasarela, subiendo al barco. La moda normanda lleva unas décadas transformándose y cada vez es más pija para estas cosas. Atrás quedaron las lanas y las pieles gruesas, y ahora, para no desentonar, visto unas calzas ajustadas de lino, una camisa de lana de Flandes adamascada con diseños de lunas y estrellas, y me cubro con un gabán abierto a los costados, ceñido con un cinturón de cuero. Mis zapatos son de cuero blando, y de lo que no pienso privarme es de esta amplia capa con caperuza, quizá más típica del campesinado.

El rey Enrique, aún en tierra, se despide de Thomas Fitzstephen, capitán del que se supone que es el mejor barco de cuantos por aquí se ven. El Barco Blanco. El capitán ofrece al monarca viajar en su nave, de igual manera que su padre había capitaneado alguna vez esta misma travesía, siendo rey el padre de Enrique, Guillermo I el Conquistador. El rey normando pasa, es un hombre de costumbres y ya tenía pensado viajar en el Snecca, así que amablemente se despide de Thomas, mientras algún pesado le mete prisa.

-¡Vamos, Quique, que hace frío! Cuanto antes salgamos, antes llegaremos.

Agradeciéndole al capitán el ofrecimiento, propone que en su lugar viaje a bordo de ese fabuloso barco Guillermo Adelin, su hijo. Vamos, su único hijo varón. Legítimo, quiero decir. No hay barcos suficientes en este puerto para llevar a Inglaterra a todos los hijos bastardos del rey. Bueno, igual me he pasado, pero por lo menos veinte hijos reconocidos sí que tiene el amigo Enrique. Guillermo acepta encantado, y a sus diecisiete años no se le ocurre nada mejor que montarse una juerga a bordo, junto a las casi trescientas personas de su séquito que merodean por el muelle. No hemos zarpado aún y ya puedo ver cómo algunos sirvientes empujan, pasarela arriba, varios barriles de vino. A medida que se van vaciando, se convierten en improvisados tambores. Se están montando una buena fiesta.

Nuestro barco zarpa, finalmente, cuando aún hay algo de luz. Si no fuera por cómo van a acabar, hubiera preferido viajar en la otra nave, a la que aún le queda un buen rato para salir, pues prefieren quedarse un rato más de cachondeo. Comenzamos a surcar las calmadas aguas del Canal de la Mancha mientras atrás dejamos las costas normandas. Aún se escuchan las ebrias voces a bordo del Barco Blanco.

-¿Quién va a gobernar el barco esta noche, Tom? Porque ya te digo que yo voy ciego -suelta el joven Guillermo entre carcajadas seguidas por sus amigos.

-Calla, calla, yo controlo -responde Thomas, mientras bebe de un trago su copa repleta de vino.

-No tienes huevos de adelantar al barco de mi padre y llegar antes que ellos a Inglaterra.

-¿Que no?

La cosa se pone caliente, pero nuestro Snecca ya se aleja demasiado y no puedo escuchar nada más, el murmullo de las aguas contra la proa se convierte en el único sonido de esta nave, muchísimo más tranquila. Alcanzo a ver a Esteban de Blois, sobrino del rey por parte de su madre Adela de Normandía, bajar a toda leche del barco apretándose la barriga y corriendo encogido. Menudo apretón que lleva el tipo. Poco a poco cae la noche, y la luna nueva provoca que sea oscura. Sin embargo, lo que en estas aguas está ocurriendo no es culpa de la luna. Los propios remeros van pedo, y qué decir del resto de los tripulantes. El Barco Blanco ha zarpado desde el norte del puerto, en vez de haberlo hecho desde el sur, su punto de salida habitual, en un intento de ganar distancia para adelantar a nuestra nave. Sin embargo, a poco más de una milla de la costa, en su poco frecuente ruta han chocado contra Quillebeuf, una gigantesca roca apenas sumergida en estas frías aguas.

Tal estropicio en la estructura del barco, provoca que en segundos se llene de agua, y en minutos, se hunda. Guillermo ha logrado salvarse, alcanzando uno de los pocos botes que llevaba el Barco Blanco, que presumía de no necesitarlos. Sin embargo, una de sus hermanas bastardas, la condesa de Perche, grita pidiendo auxilio, y su desesperada llamada logra incluso conmover al príncipe a pesar del efecto del vino, quien regresaría para buscarla. De los trecientos tripulantes, los que aún no se han perdido en la negrura de las aguas intentan atormentados alcanzar el bote y salvar sus vidas. Inevitablemente, el bote vuelca y con él se sumergen las posibilidades que sólo unos pocos tenían de sobrevivir. El carnicero de Rouen, ese tal Berold, ese sí que llevaba un buen abrigo. Sus pieles de oveja salvarán su vida. Será el único superviviente del naufragio.

Amanece un nuevo día y el rey Enrique I ha perdido a su heredero. Junto con el Barco Blanco, la descendencia de muchas casas nobles de Inglaterra y Normandía se pierde en estas aguas. Contarán que el monarca jamás volvió a sonreir. Dentro de quince años, a Winchester llegará como rey, el mismo fulano que hace unas horas se estaba cagando desesperadamente. Una escatológica casualidad o, según otros, una estrategia que, en cualquier caso, ha tenido como protagonista a esa majestuosa nave, el Barco Blanco.

The Wrecking Of The White Ship. Joseph Martin Kronheim. 1868

En el comienzo de la novela de Ken Follet, Los Pilares de la Tierra, se narra este acontecimiento donde se expone la hipótesis de que el supuesto accidente fue en realidad un sabotaje.

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