El poeta delincuente

Acabo de cruzar el río Sena por el más largo de sus dos puentes, desde la isla de la Cité. Así es, estoy en el corazón de París. Junto al puente, las altas torres del gran Châtelet miran al cielo. Más al sur, otra pequeña fortaleza custodia la entrada del otro puente, pero yo paso ahora junto a la más grande, en cuyas mazmorras se encuentran todo tipo de maleantes, alborotadores y demás macarras de esta ciudad tan envenenada en estos tiempos marcados por las hambrunas, epidemias y miseria, legado de la Guerra de los Cien Años, finalizada hace aproximadamente diez. Uno de esos malhechores de mala vida, condenado a ser colgado de una soga y estrangulado hasta la muerte, es el que se acabará convirtiendo en uno de los mejores poetas franceses de todo el medievo. François Villon.

Gran Châtelet de París. Alexandre Hyacinthe Dumoy. 1785

La poesía de este tipo está marcada por la burla, la ironía, el sarcasmo, rozando a veces incluso el humor negro, para algunos repugnante. Pero no por ello carece de mensaje, sino que sus versos, lejos de estar vacíos de criterio, plasman críticas e ideas que sólo podrían salir de la pluma de un borracho criminal que, según él mismo se describe, no está del todo loco ni está cuerdo del todo. La originalidad de sus composiciones, su asombroso poder evocativo, nacen del hecho, sencillamente, de que escribe para su círculo de amigos, compuesto por ladrones, asesinos, prostitutas y personajes de parecidas características.

François de Montcorbier adoptó el apellido Villon del capellán de Saint-Benoît-le-Betourné, el maestro Guillaume Villon, quien lo adoptó para educarlo cuando su madre se lo entregó, siendo huérfano de padre. Su infancia fue humilde y la pobreza que la marcó a menudo ha inspirado sus versos. Siempre ha estado agradecido a su padrastro, gracias al cual llegó a doctorarse en Artes hace once años, en la Universidad de la Sorbona. Sin embargo, poco a poco fue sustituyendo su vida académica por la vida en las calles de este París tan moribundo. Las tabernas de toda la ciudad lo conocen. Los burdeles, más, si cabe. Y también muchas de las cárceles, donde ha estado por varios motivos. Con unos veinticuatro años, durante una de las muchas peleas en las que se ha metido, acabó apuñalando al fraile Philippe Sermoise con la daga que siempre llevaba en su cinto para intimidar, en un callejón de mala muerte. ¿El motivo de la disputa? Nada menos que los favores de una prostituta por la que ambos se sentían atraídos. Viendo que había acabado con su vida, el poeta huyó por las laberínticas calles de París hasta que fue atrapado. Fue condenado a irse de la ciudad, pero su padrino Guillaume consiguió que la pena se redujera al simple hecho de prometer que no delinquiría más.

Mientras miro los altos muros de la prisión de Châtelet me río pensando que aquella promesa no fue del todo sincera. Camino entre los ciudadanos con mi sencilla vestimenta de pueblerino, que consiste en una túnica grisácea de tela rústica que cae hasta un palmo por encima de las rodillas, unos pantalones ajustados de tono verdoso, ya bastante remendados, y unas botas de cuero flexible, de media caña. Llevo también una caperuza, prenda muy común en este siglo XV. Hoy es 5 de febrero del año 1463. Me sitúo cerca del encubierto portón principal de la prisión. Parece que hay movimiento esta mañana, algunos guardias hablan entre ellos y dan órdenes. Por fin llego a verle. Me acerco y, guiado por la descripción con la que él mismo se definió, flaco y pelado como nabo, le identifico. François Villon parece que ha vuelto a librarse de la cárcel, y esta vez de la muerte, una vez más, como en tantas otras ocasiones.

En el año 1456, se produjo un grave robo en el Colegio de Navarra, fundado aquí en París por Juana de Navarra, esposa de Felipe IV de Francia, el siglo pasado. Se llevaron quinientas coronas de la capilla de la escuela. Capturaron a los ladrones, miembros de la conocida banda de Les Coquillards, y el amigo François estaba entre ellos. Fue desterrado y esto significó básicamente que se recorrería todas las tabernas y burdeles de Francia, vagando por Angers, Bourges o Blois, donde se alojó en el château del gran señor Carlos I, duque de Orleans. Este noble militar poeta, que participó en la Guerra de los Cien Años, estuvo cautivo en Inglaterra durante veinticinco años tras ser capturado por Enrique V. Hace ya más de quince años que fue liberado y se le permitió regresar a Francia. Su afición favorita es la de organizar batallas líricas en las que los poetas se enfrentan con sus rimas. Cuando François Villon estuvo allí hospedado, participó en estos recitales y destacó debido a su facilidad para componer y su perfecto estilo de rima. Sin embargo, se le calentaba la lengua y a menudo en sus poemas incluía pasajes de su propia vida tan turbulenta. El tío se ponía a componer sus versos contando sus aventuras de asesino, ladrón, putero y borracho, confesando crímenes que levantaron las sospechas de los demás liróforos, ya de por sí cabreados por sus envidias. Algunos de ellos le contaron todo esto al cruel Thibaut, obispo de Orleans, que poco tardó en informar a las autoridades. De esta manera llegaba François Villon a la prisión de la torre de Meung-sur-Loire. De esta mazmorra salió por pura suerte. Coincidió que se pasó por allí de visita el mismísimo Luis XI, y tuvo el detalle de otorgarles el perdón a todos los encerrados en esa torre. De esta manera el poeta se vio libre de nuevo y regresó a París, donde, lejos de aprender la lección y aprovechar su nueva oportunidad, continuó metiéndose en líos que le llevarían a seguir entrando y saliendo de los calabozos parisinos.

Pero a pesar de su ritmo de vida de delincuente, François Villon sigue siendo, ante todo un poeta. Cambiando sus poemas por jarras de vino y algún bocado ha ido sobreviviendo en este París contaminado. Sin embargo, su situación se complicó cuando fue encarcelado hace un año por otra de sus reyertas callejeras. Cuando lo encerraron en las mazmorras de este Châtelet, las torturas acabaron haciéndole confesar su larga retahíla de crímenes, y su condena fue la muerte. Su desesperación se ha plasmado en la que se convertirá en una de sus mejores obras, La Balada de los Ahorcados, compuesta entre estos muros durante este tiempo en el que ha esperado su pena. El poeta, acostumbrado a las bromas subidas de tono y las burlas, transmite en los versos de esta composición un tono mucho más amargo y serio, quizá inspirado por las crueles torturas a las que ha sido sometido, demostrando así que puede escribir de todo. Hay quien dice que ha sido precisamente por este poema, por lo que a François Villon se le ha perdonado la vida, pasando a ser desterrado diez años.

Veo cómo sale el aún joven poeta de esta prisión de Châtelet, escapando esta vez no sólo de los muros, sino de la misma muerte. Se sacude el capuchón de fieltro y se lo encasqueta en la cabeza mientras camina con una leve cojera, quizá fruto de las torturas. Le sigo unos pasos mientras atraviesa el corazón de Francia por las estrechas calles. Será la última vez que sepamos de este poeta descarado pero brillante, que incluso esperando a la misma muerte en la horca, bromeaba, riéndose de ella con sus versos.

Yo soy François, aunque no quiera,
nacido en París, de Pontoise cerca.
Y balanceándome colgado de una cuerda
sabrá entonces mi cuello lo que mi culo pesa.

François Villon

Interesantísimo personaje este poeta francés del siglo XV, del que podemos leer prácticamente todas sus obras, recopiladas en numerosos libros o páginas como esta.

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