El baile de máscaras sangriento

-Estoy agotado. No puedo más. Necesito descansar. Necesito descansar un poco.

Palacio Real de Estocolmo, Suecia. Marzo de 1792, a día 29. El estrambótico rey Gustavo III acaba de pronunciar sus últimas palabras. Todo un personaje este rey de Suecia. Siempre extravagante, afeminado a más no poder, ha llevado habitualmente unas pintas ridículas que casi avergonzaban a los que iban con él. Será por eso que no se suelen poner junto a él en los cuadros y siempre sale solo. A pesar de ello, Gustavo ha demostrado una gran fortaleza, aguantando nada menos que trece días la agonía de la sepsis provocada por las infecciones de su herida de bala. El pasado 16 de marzo, en medio de un baile de máscaras en el teatro de la Ópera Real, el estrafalario rey fue avisado de que planeaban atentar contra él.

-¡Ya veremos si tienen huevos! -respondía Gustavo III de Suecia, mientras continuaba bailando entre risas y palmas.

Gustav III. Óleo de Alexander Roslin. 1777

El teatro de la ópera, aquí en Estocolmo, a no mucha distancia de este palacio en el que ahora me encuentro, fue fundado por el propio Gustavo III en 1780. Jamás imaginaría el monarca que estaría a su vez inaugurando el edificio que albergaría su propio asesinato.

La noche estaba siendo realmente divertida. Me encantan los bailes de máscaras. Pude bailar y desfasar como loco, ya que nadie me veía la cara. Mis ropajes de seda con bordados en forma de hojas de plantas cuidadosamente detalladas causaban un gran asombro. Opté por una máscara de porcelana bauta, que son esas máscaras que cubren todo el rostro y terminan en un prominente mentón. La elegí de este tipo porque debido a esa forma alargada a la altura de la barbilla se puede beber sin tener que quitarla. Y vaya si bebí. Toda una verdadera fiesta la de aquella noche. Yo entre la nobleza sueca cruzándome reverencias y algún que otro baile con mujeres enmascaradas. Pero sucedió algo que nada tenía que ver con la fiesta.

La música entretenía a los presentes. Aquí y allá personajes anónimos, ocultos tras sus antifaces y máscaras, iban y venían por el gran salón. Pero tres hombres, pues así lo delataban sus ropas y corpulencias, se acercaron poco a poco al rey desde distintos puntos de la sala. Apartaban cuidadosamente a los invitados, abriéndose paso entre ellos con sus ojos, bajo sus caretas, fijos en la figura del monarca. Todos en el teatro bailábamos, en mayor o menor medida, a excepción de esos tres hombres, por lo que nadie sospechó de ellos hasta que se detuvieron, rodeando al rey, llevándose sus manos bajo sus capas, y esbozando suspicaces sonrisas que sus antifaces no lograron ocultar. El que enfrente del monarca sueco se encontraba, fue el que por fin sacó de nuevo su mano de entre sus ropas. En ella, sujetaba una pistola.

-Bonjour. Beau masque -dijo el desconocido, mientras sonreía y dedicaba al rey una irónica reverencia. Acto seguido, le apuntó con su pistola, y finalmente, disparó.

Gustavo III sólo pudo girarse antes de que el estruendo se escuchara en todo el teatro. Recibió el disparo en la espalda y cayó de rodillas. Enseguida varios nobles, entre los que se encontraba el conde Hans Henric Von Essen, amigo del rey Gustavo, acudieron a ayudar al monarca herido. Sin embargo, el propio Gustavo III, demostrando una gran fortaleza, continuaba dirigiendo a sus hombres, más preocupado por atrapar a aquellos conspiradores que por atender su herida, la cual ya había teñido de rojo su extravagante vestido. Algunas personas corrían asustadas, pues creían que todo el barullo se debía a un incendio. Quizá los asesinos habían alterado a los presentes con esa falsa alarma para crear confusión. Von Essen, con un fuerte grito, ordenó cerrar todas las puertas de la ópera de inmediato. No supe qué más sucedió con el rey, pues lo perdí de vista cuando varios hombres se lo llevaban en volandas. Gustavo III, sin abandonar en ningún momento su excéntrica personalidad, se dirigía a los suyos con unas palabras que llegué a escuchar.

-¡Mirad, mirad! ¡Me llevan como al Papa, tú!

En estos momentos, la agonía del rey de Suecia ha finalizado, por fin. Con una cruel intención, Jacob Johan Anckarström, el regicida, había cargado su pistola con clavos oxidados. Alcanzó al rey a la altura de sus riñones, y tras trece días, han sido las infecciones las que han acabado con el monarca sueco. El asesino será ejecutado en unos días, después de recorrerse varias plazas importantes de Estocolmo, siendo en ellas azotado en público. Gustavo III ha muerto en paz, pues en su lecho de muerte ha tenido tiempo para reconciliarse con viejos amigos, cuyas amistades habían atravesado turbios momentos provocados por estos últimos años marcados por los cambios políticos que el rey había llevado a cabo, como por ejemplo, la disolución del Riksdag, el parlamento sueco. Salgo de nuevo del Palacio Real a las calles de Estocolmo. Aún llevo en mi mano mi bauta, mientras paseo por Stadsholmen con un frío de narices. Por el momento, no creo que vuelva a ningún baile de máscaras.

Palacio Real de Estocolmo. Suecia

Este suceso inspiró la polémica ópera en tres actos de Giuseppe Verdi, Un Ballo In Maschera, estrenada el 17 de febrero de 1859 en el teatro Apollo de Roma.

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