Las vísperas sicilianas

Hoy es Lunes de Pascua. Día 30 de marzo del año 1282. Una muchedumbre rodea la iglesia del Espíritu Santo aquí, en Palermo, esperando que comiencen las liturgias y actos de celebración de este señalado día. Entre toda esta gente me encuentro, abriéndome paso lentamente para acercarme más a los muros del templo. Observo a uno y otro lado y noto miradas extrañas clavándose en mis ojos. Percibo que, a pesar de que hoy es una jornada de festejos, los sicilianos se miran entre ellos con gestos cómplices. Algo sucede. Tropiezo hombro con hombro con un tipo que se gira nervioso y me examina de arriba a abajo frunciendo el ceño. Le dirijo un gesto con la mano pidiendo disculpas mientras me alejo entre la gente, y no es hasta pasado un buen rato que el hombre deja de mirarme. Algunas mujeres hablan en corro entre susurros con semblantes demasiado serios para tratarse de una festividad. Otro joven se acomoda la chaqueta echándose la mano al costado, como queriendo palpar algo que esconde bajo las ropas, comprobando que sigue ahí, mientras mira al campanario de la iglesia. Me paro en seco cuando choco contra el pecho de un fulano de casi dos metros y brazos como mazas, que parece querer cortarme el paso mientras me mira serio y cruza sus brazos.

-Mi scusi -digo a la vez que le dedico una leve reverencia y avanzo cuando finalmente se aparta para dejarme paso, agachando mi cabeza y notando su mirada clavada en mi espalda.

Sin duda algo se cuece en esta plaza palermitana. Justo en este momento, escucho las campanas replicar. Llaman a vísperas. Un incómodo silencio sepulcral nace en el corazón de Sicilia.

Las vísperas sicilianas. Francesco Hayez. 1846

En la otra punta de la isla, en el puerto de Mesina, una poderosa flota se encuentra preparada para partir en una campaña contra el Imperio Bizantino. El plan de Carlos I de Anjou, rey de Sicilia, es llegar a las puertas de Constantinopla y recuperar los dominios que según él son suyos por creerse heredero de los cruzados. Cierto es que no pocas veces este monarca se cree cosas, y quizá por eso los barcos que esperan en Mesina verán impedida su zarpa.

Carlos I de Anjou.
Palacio Real de Nápoles
Carlos de Anjou, hermano del rey Luis IX de Francia, alcanzó el trono de Sicilia de una manera bastante convulsa. Hace más de treinta años, siendo rey de Sicilia Federico II, a su vez emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, un conflicto trascendental se vivía con el Pontificado, representado por la lucha entre las facciones que apoyaban respectivamente al emperador y a la Santa Sede: gibelinos y güelfos. Cuando Federico II murió en 1250, el Papa Inocencio IV se hizo con el control del reino, basándose en que fue la Santa Sede la que otorgó el poder a los normandos hace dos siglos. El caso es que aprovechando la oportunidad, el Pontificado inició la búsqueda de un monarca al que nombrar, uno que por supuesto les fuese favorable. Fueron varios los seleccionados para la ocupación del trono, pero no todos se mostraron interesados. No era raro, teniendo en cuenta la situación de tensión que se vivía en la isla.

-Yo paso -respondía Ricardo de Cornualles, hermano del rey Enrique III de Inglaterra, tras no llegar los acuerdos a buen puerto.

-¿Rey de Sicilia? Cojonudo -aceptaba, por su parte, Carlos de Anjou cuando se lo ofrecieron. Todo un regalo para alguien con la ambición de lanzarse a por el Imperio Bizantino.

Sin embargo, el angevino instauró un gobierno totalmente tiránico, en el que finalmente pasó a ser un reino dirigido de manera despótica y dictatorial por franceses. Sicilia estaba y está hoy administrada por autoridades francesas que tratan al pueblo con desprecio, arrogancia o incluso con violencia.

Las campanas dejan de tañer. Aquel joven que se palpaba las ropas mete ahora su mano entre ellas. Intercambia miradas con otros hombres y tras asentir, saca un puñal. Acercándose por detrás a un soldado, clava con fuerza el arma en su espalda. El silencio se rompe con un grito que despeja las dudas sobre lo que se estaba gestando.

-¡Muerte a los franceses!

Un griterío comienza a surgir. Aquí y allá los sicilianos descubren las armas que llevaban ocultas y comienzan a dar muerte a todo aquel que identifican como francés, no centrándose únicamente en los funcionarios, sino que asesinan a cualquier francés que ven, sin distinción de rango, sexo o edad. Son dos mil los franceses que en este momento viven en Sicilia. Ante la brutalidad de la escena que estoy contemplando, diría que ni uno de ellos sobrevivirá. Me muevo por las calles esquivando a todos los que por ellas corren. Unos huyendo, otros persiguiendo a los que huyen. Varios grupos de soldados se refugian en un convento, pretendiendo salvarse y no ser atacados en suelo sagrado. Pero varios hombres armados entran tras ellos, saliendo poco después con sus aceros teñidos de sangre. No hay escapatoria posible, los sicilianos están decididos a limpiar su reino de franceses.

De repente, alguien me agarra de la camisa y me arrastra con violencia hacia atrás, obligándome a darme la vuelta. Me golpea en el hombro empujándome contra una pared, para acto seguido colocarme la punta de una espada en el cuello, inmovilizándome.

-Dilo -ordena el tipo mirándome seriamente, con su rostro empapado en la sangre de sus ya varias víctimas, y apretándome poco a poco con más fuerza su acero sobre mi garganta-. Di ciciri. ¡Vamos!

-Ciciri -respondo acojonado, aunque ya me traía la palabra ensayada.

El individuo permanece unos segundos más clavándome su mirada, y finalmente baja su espada y se aleja corriendo, calle abajo. No sé si he pronunciado la palabra correctamente o ha identificado en mí un acento que, aun no siendo el correcto, tampoco es el francés. Ciciri, que significa garbanzos, es una palabra muy difícil de pronunciar en la lengua local. Aun dominándose a la perfección el idioma, un francés nunca podría pronunciarla correctamente debido a la fonética totalmente incompatible con la manera de hablar francesa. De este modo, este término se ha convertido en la prueba que los sicilianos establecen para identificar a un francés, dándole muerte inmediatamente cuando comprueban que no es capaz de decirlo bien, sea hombre, mujer o niño. Este método de identificación de la procedencia de una persona a través de la pronunciación de un determinado término, se conoce como shibboleth, debido a que esta fue la palabra utilizada por los efraimitas, según la Biblia, para distinguir a los suyos de los galaaditas, cuyo dialecto no incluía el sonido necesario para pronunciar la palabra que significaba algo así como espiga, tras los conflictos que los enfrentaron más de mil años antes del nacimiento de Jesucristo.

Aquí y allá escucho ciciri, seguido de llantos y gemidos en no pocos casos. Hoy todos los franceses de Sicilia serán masacrados. Esta noche las calles estarán cubiertas por dos mil cadáveres franceses.

Ilustración de la enciclopedia de la Historia de Francia de Guizot

Muchas obras fueron inspiradas por este acontecimiento. Por ejemplo, una ópera de Giuseppe Verdi.

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