La masacre de York

A pesar de que hoy, viernes, 16 de marzo del año 1190, es la víspera de la importante fiesta judía que se celebra el sábado previo a la Pascua, lo que aquí está sucediendo dista mucho de parecer un festejo. Desconozco cuáles son las costumbres del pueblo hebreo en estas fechas pero, puedo afirmar con gran sobrecogimiento que ni mucho menos incluyen entre sus actividades el dejarse morir entre llamas. La fatalidad que estoy contemplando en el Castillo de York, a pesar de que pasado mañana será Domingo de Ramos, impide absolutamente que estos días puedan ser considerados santos.

Ilustración de la masacre de York. Peter Dunn

Apenas puedo avanzar unos metros antes de tener que detenerme para recuperar el aliento, pues mi atuendo y mis armas bien pueden superar los treinta kilos de peso. Pero me veo obligado a hacerme pasar por uno de los muchos nobles que por aquí pululan. Al menos de este modo la multitud, compuesta fundamentalmente por aldeanos alborotados, me dejará más a mi bola. La pesada cota de malla apenas me permite respirar, y por si fuera poco, el almófar termina de fastidiarme sin permitirme prácticamente poder siquiera levantar los brazos. Mi veste azul oscuro, largo hasta la pantorrilla, ceñido con un grueso cinturón de cuero, solo está manchado del hollín que el humo que invade esta llanura desprende. Será, espero, la única suciedad que lo tiña esta noche. Sujeto mi escudo de lágrima mientras mi espada permanece en su vaina, lo que me permite apartarme momentáneamente el yelmo, metiendo el guante bajo la protección nasal para limpiar la ceniza que se mete en mis ojos. Hace ya un buen rato que ha anochecido, pero el cielo se ha coloreado de un tono anaranjado cuando la torre de Clifford, ante la que ahora me encuentro, ha comenzado a arder.

Dando voces, dirigiéndose a la muchedumbre desde la empinada escalera que asciende por el altozano, el que parece el más distinguido de los nobles anuncia que esta noche acabará todo. El sitio no ha durado mucho, pues los que en la fortaleza se refugian pronto se han resignado a aceptar su fin. Los judíos guarecidos cruzarán esta empalizada como cristianos conversos, vivos; o como judíos fieles a su fe, muertos. El boceras no es otro que Richard Malebisse. A este señor, como a tantos otros, no le interesa menos que se quemen los documentos que recogen sus deudas con los prestamistas judíos, que el exterminio del pueblo semita, traidor de Jesucristo, y motivo que utiliza para auspiciar a los que aquí estamos. Desde la subida al trono del nuevo rey de Inglaterra el año pasado, la tensión contra los judíos ha crecido de manera alarmante. Según dicen, los líderes judíos fueron expulsados del rito de coronación tras ser humillados, siendo desnudados y flagelados. Se dio como razón que la ceremonia incluía, además del nombramiento del rey, su investidura como cruzado. El brote antisemita ha tomado aún más fuerza por toda Inglaterra alimentado por el fervor cristiano surgido con los planes de la guerra santa. No obstante, las masacres que se están produciendo están lideradas por tipos como Malebisse, mientras Ricardo I se encuentra atravesando Francia con dirección a Jerusalén. Muchos saben que estos crímenes no quedarán impunes. No deberían.

-¡Las llamas que nos devoran han sido provocadas por aquellos que han preferido darse muerte!

-¡Queremos ser aceptados como hermanos cristianos!

Desde la muralla, las primeras respuestas comienzan a ser chilladas con tonos de desesperación. Varios hombres ruegan ser perdonados, tal como se prometió, aceptando ser bautizados. Narran entre llantos cómo la mayoría de los suyos se han quitado la vida, degollándose entre ellos. Los hombres han cortado las gargantas de sus mujeres e hijos para suicidarse después. Los últimos en hacerlo han prendido fuego a la fortaleza de madera, que sin dificultad ha comenzado a arder elevando las llamas hasta las mismas nubes. Aquellos que aún permanecen vivos claman por conservar sus vidas aunque ello suponga renunciar a su fe hebrea. Y confiando en que así sea, finalmente abren los portones saliendo a toda prisa, escapando del fuego. A medida que bajan por la escalinata, los supervivientes frenan su paso, descendiendo lentamente los escalones. El crepitar de las llamas a sus espaldas es lo único que se escucha en esta noche trágica. El silencio se apodera de este castillo de York. Los guerreros, muy lentamente, se abren para dejar paso a los judíos entre ellos, que caminan asustados, temblando de miedo ante esta liberación que aún no dan por segura. Junto a mí, un fraile echa hacia atrás su capucha y se santigua, abrazando después un crucifijo de madera mientras reza una oración por el alma de esta gente que, aliviado, ve salvada. Algunos hombres respiran, estremecidos ante la situación, creyendo ver ante ellos el fin de esta calamidad. Pero de repente, Richard Malebisse se planta frente al primero de los judíos, provocando incluso que el hombre choque contra su pecho. La comitiva de liberados se detiene. Todo continúa en pleno silencio. La incertidumbre se eleva entre todos los presentes cuando el noble hace silbar la hoja de su espada, sacándola de su vaina. El hombre cierra sus ojos, musitando un último rezo al interpretar que, en contra de lo que empezaba a creer, su fin ha llegado. Richard Malebisse atraviesa su estómago con su acero, sacándolo por su espalda.

Los nobles cristianos se lanzan a por todos aquellos que han cruzado la empalizada. Algunos aldeanos pretenden impedirlo, recordándoles la promesa que habían realizado. Sobrecogido, solo puedo desear, mientras cruzo el puente sobre el río Foss, que la oración de ese hombre, como la de todos sus compañeros, haya sido dirigida al dios que, libremente, haya querido escoger.

Torre de Clifford. York. Inglaterra

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