El final de la Cruzada de los Pobres

Esto no me gusta nada. En la explanada al menos podíamos ver bien a nuestro alrededor pero, ahora este serpenteante sendero se está metiendo por terrenos escabrosos llevándonos poco a poco al corazón de este valle cercano a Dracon. Camino deprisa, siguiendo el rápido ritmo que mueve a este ejército, si es que se puede llamar así, alentado por un fanatismo que ha salpicado de codicia aquel original objetivo que respondía exclusivamente a un fervor religioso. Como la inmensa mayoría, voy a pie. No recuerdo cuándo fue la última vez que me cambié de camisa y de pantalones, y las viras de mis polvorientas zapatas ya están descosidas. Creo que fue en Belgrado, este verano, donde conseguí hacerme con la hoy desvencijada cota de malla que a duras penas me cubre el torso. Y así estamos todos. Con unas pintas lamentables. Hoy es día 21 de octubre del año 1096. Por algo formamos parte de la conocida como Cruzada de los Pobres.

Pedro el Ermitaño. Manuscrito francés de finales del siglo XIII

Tras un tiempo refugiados en la fortaleza de Ciboto, unos veinte mil hombres hemos partido de nuevo hacia Nicea. Sus suburbios ya fueron saqueados por medio de masacres que, por cierto, no distinguieron credos. Al fin y al cabo, en cuanto a comida, enseres y oro, todos los hombres somos iguales, y a este ejército hace tiempo que se le ha ido la olla. No son pocos los que continúan empuñando las armas, o las herramientas, solo por los botines, y no por la liberación de la Tierra Santa, que fue la causa que hace meses sacó de sus hogares a los miles de hombres que partieron desde innumerables puntos europeos con lo puesto, siguiendo ciegamente a una serie de líderes que gritaban “Dieu le veut”.

Pedro el Ermitaño. Fortunino Matania
El más elocuente de esos instigadores es Pedro de Amiens, llamado El Ermitaño. Da pena verlo. Es un hombre de mediana edad, bajito y escuchimizado. Medio calvo y con una larga barba enmarañada que se mueve tiesa cuando nos habla. Viste un hábito andrajoso y suele ir descalzo, así tiene los pies de limpios. Dicen que no come más que un cacho pan al día. Que este clérigo francés haya logrado movilizar a tanta gente dice mucho de su labia. Sin embargo, aunque la fe sea un arma muy poderosa, de nada sirve si no se acompaña de una espada, cuando la misión no es otra que acabar con los infieles musulmanes. En este momento, Pedro se encuentra en Constantinopla, donde sin duda el emperador bizantino Alejo I Comneno estará respondiendo a sus peticiones de recursos repitiéndole que lo mejor que podemos hacer es esperar a los verdaderos ejércitos cristianos. En definitiva, esperar a la verdadera primera cruzada, con soldados preparados.

Pero aquí estamos, obcecados en continuar con nuestra particular campaña. Bien es verdad que no nos ha ido mal hasta ahora, pero en terreno asiático los selyúcidas nos están dando bien. Miro a ambos lados, hacia arriba, y no veo más que montes pelados repletos de rocas y algún que otro arbusto. De vez en cuando alguna piedra se desprende de las abruptas faldas cayendo barranco abajo. Aquí cada uno va como le da la gana. Riendo, hablando, gritando... No nos hemos alejado muchos kilómetros de la fortaleza en la que solo han quedado niños, mujeres y enfermos, pero joder, tampoco es plan de que toda la Anatolia se entere de que estamos aquí. Cuando recorríamos la costa del mar de Mármara, el grueso de la fuerza cristiana se dividió. Mientras nosotros, el sector francés, nos quedamos en Ciboto, la otra parte liderada por nobles germanos se dirigió hacia el castillo de Xerigordon. Lo siguiente que hemos sabido es que les ha ido tan bien que incluso están ya en Nicea. Me aterra saber que el agotador ritmo que mantenemos se debe a que no quieren quedarse sin el botín.

Pero no tardamos en comprobar que aquellos rumores eran totalmente falsos. Cuando el paso atraviesa su parte más estrecha, las flechas empiezan a silbar con el terrorífico tono que otorga el eco de estas colinas. De detrás de cada roca que nos rodea, infinidad de soldados turcos se asoman sin necesitar más que un fácil movimiento para apuntar hacia las filas cruzadas. La lluvia de saetas pronto empieza a sembrar de muertos el camino. Muchos huyen encontrando la muerte en los sables musulmanes, y los pocos que poseen el equipamiento suficiente, presentan batalla adivinando que seremos aniquilados por aquellos que han debido acabar con nuestro otro bando. Es el final de este humilde ejército que nació de la devoción, y que quizá muere hoy víctima de su avaricia.

Integrantes de la Primera Cruzada encuentran los restos de la Cruzada de los Pobres. Gustavo Dore

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