La escultura de la que Plinio hablaba

Como suele ser habitual en el mes de enero, esta mañana un grisáceo manto tejido con niebla y nubes cubre por completo el cielo. Es día 14, y me encuentro en mitad de un amplio viñedo, en una de las tres cimas del monte Esquilino. A esta colina la llaman Opio, y en este año de 1506 la vid es la protagonista de la estampa que ahora mismo contemplo. No podía ser de otro modo, sabiendo que el vino siempre ha sido el elixir más preciado de Roma. A un lado, la loma desciende desafiando el equilibrio de los muchos campesinos que por aquí se mueven, hacia el valle gobernado por el Coliseo. Al otro, la antigua basílica de Santa María la Mayor. Por enésima vez, me vaho los dedos intentando calentarme y froto las palmas de mis manos finalizando con una palmada. Hace frío, pero hay que continuar con el trabajo. Agarro de nuevo la azada y sigo golpeando la dura tierra. Sin duda, es la mejor manera de entrar en calor.

Ruinas de las termas de Tito. Colina Opio. Roma

Veo a varios hombres llevando a la espalda algunos fardos de ramas recién cortadas. Otros, gozando de la más privilegiada de las tareas que en esta época hay que realizar, se encargan de amontonarlas para quemarlas. Cuando las idas y venidas entre las cepas nos llevan a pasar junto a alguna de las hogueras, todos bajamos el ritmo como cabrones para aprovechar el agradable calor del fuego. Además, el aroma de la madera quemada impregna toda la colina, una de las siete que vieron nacer a la civilización romana.

Con la destreza de quien ya lleva muchos años dedicándose a esto, uno de los empleados, Danielle Magro, se cuela entre los rígidos brotes de una enorme vid para seleccionar las ramas a podar, que con habilidad saja haciendo uso de un afilado hocino. Con mimo, finaliza la preparación de la cepa cavando algunos surcos en torno a la planta. De repente, cuando hinca la pala entre los terrones, la herramienta se topa con algo más duro que la arena helada. Magro suelta la pala a un lado, visiblemente cabreado por la interrupción que le supone el tener que desenterrar el que probablemente sea otro molesto canto. Me acerco para echarle una mano, pero a medida que voy llegando veo cómo examina lo que acaba de encontrar con un interés que una simple piedra no despertaría en un veterano agricultor.

-Mármol -se dice a sí mismo mientras eleva ante él lo que efectivamente parece un blanquecino fragmento claramente pulido-. ¿Pero qué coño hace esto aquí?

Inmediatamente, debajo de él, como si de entre sus pies surgiese, un ruido nace presagiando, como poco, que estar ahí resulta peligroso. Poco a poco la tierra tiembla bajo sus sucios zapatos de piel, incrementándose el estruendo hasta levantar una nube de polvo. Con cuidado, yo me echo hacia atrás unos pasos alejándome de la zona, adivinando, como también lo hace el pobre Magro, lo que sin duda acaba ocurriendo. Un enorme socavón se abre engullendo al campesino, mientras ya todos los compañeros que pululábamos alrededor corremos para socorrerle. Algunos empleados le llaman a voces, preocupados, y antes de que la polvareda se desvanezca por completo escuchamos aliviados cómo Magro nos responde con un grito que se encuentra bien. Cubriéndome la boca con el cuello de mi camisa de lino, sacudo la mano ante mis ojos intentando ver cómo de profunda es la oquedad. Afortunadamente no parece que tenga mucha altura, aunque una buena hostia sí que se ha dado el pobre Danielle.

Varios hombres van en busca de una escalera de mano mientras el resto, sabiendo que nada grave le ha ocurrido a su compañero, comienzan a bromear sobre la mala suerte del desdichado campesino, que ahí abajo se pasa la mano por el pelo lleno de tierra. Pero tras mirar a su alrededor, enseguida Magro se da cuenta de que no se encuentra en un hoyo abierto de forma natural, sino que ha ido a parar a una estancia, sabe Dios por cuánto tiempo enterrada. Obviando las carcajadas de los más cachondos, Magro se dirige lentamente hacia una de las esquinas, esquivando otras piezas de mármol similares a la que golpeó con su pala. El grito que pega cuando ve con claridad lo que ante él hay, frena por completo las risas de la superficie. Danielle Magro jura estar contemplando la más hermosa escultura que jamás ha visto.

-Está bien, está bien -dice Felice de Fredis, dueño de la viña, apartando a la multitud de curiosos que se agolpan en torno al socavón-. ¡Cada uno a lo suyo, venga! ¡Fuera de aquí! He de avisar a las autoridades.

Ante las palabras de Magro, la preocupación por sacarlo de ahí se transformó en afán por entrar con él. Desde arriba me asomo intentando ver bien la fabulosa obra que, aun cubierta de polvo, asombra a todos los que alcanzamos a observarla. Se trata de una escena en la que tres personas, un hombre y dos muchachos, intentan zafarse del ataque de unas enormes serpientes. Al adulto y al niño de la izquierda le faltan los brazos derechos, mientras que el otro infante no tiene la mano diestra. Algunos de los monstruos que les atacan también están fragmentados, pero aún así la escultura resulta sobrecogedora. Posee más de dos metros y medio de altura, mostrando los que en ella aparecen un tamaño superior al real. Ninguno de los presentes considera al campesino un embustero a pesar de sus exageradas palabras. Esta maravilla hecha de mármol es sin duda espectacular.

Cuando los primeros funcionarios comienzan a llegar para hacerse cargo de la correspondiente investigación, los primeros rumores empiezan a escucharse. Quizá sea cierto que en este lugar se encontraba el palacio del emperador Tito. Quizá sea verdad que, por fin, se ha podido encontrar esta escultura que se creía perdida. Esta obra de la que solo se conocía la descripción de Plinio el Viejo. Una descripción que prometía que este conjunto, Laocoonte y sus hijos, debía ser considerado el más bello de todo el arte.

Laocoonte y sus hijos. Siglo I. Museos Vaticanos. Roma

Para admirar esta magnífica obra, la página de los Museos Vaticanos nos ofrece una cómoda herramienta.

Comentarios